jueves, 17 de diciembre de 2009

Primera escena de Las Cartas

Primer Acto

Interior de un estudio muy claro, muy cómodo, moderno y lleno de libros.
En medio, sentados en tres sillones, están los Sor Juan, San Ignacio y San Sebastián. Sor Juana lleva el traje de monja jerónima, pero tiene el pelo largo, suelto, que peina lenta y concienzudamente con un lujoso peine de carey.
San Ignacio, vestido de monje jesuita, teje una larguísima tela negra de punto.
San Sebastián, que solo viste un pareo africano, está sentado en flor de loto y agita de cuando en cuando una campanita.

Escena I

Sor Juana: Así me has pagado.
San Sebastián: Con el desconcierto.
San Ignacio: Con la devoción.
Sor Juana: Con la duda.
San Ignacio: Te dejé abajo, te dejé vivo, te dejé atrás. A la llegada de los días claros cantó la rosa de los vientos el momento de nuestra separación.
Sor Juana: A la mitad no quise dejarme, era un proceso, era una canción pública, casi un concierto.
San Ignacio: No se vale mentir respecto al compromiso crítico. Algunos, se dice, tienen facilidad para el alemán y la ingeniería.
San Sebastián: Tantas veces que de verdad estuve a punto de amarte. Intenté dejando un viaje, viviendo para ti un destino escogido.
Sor Juana: Un desierto donde cada grano era de amor.
San Ignacio: Me manchaste la vida de blanco y no toleré, te agregaste como una carencia, un gusto adquirido, un genio del deseo, cardinal, atento.
Sor Juana: Esperaba tu muerte por testimonio indirectos, algo más que los demás, como si también los demás.
San Sebastián: Marcas de agua, acentos indeseados, allí siempre los ojos azules, el gen recesivo. Dios, dame omnipotencia para cambiar los factores sociales que no puedo cambiar, déjame fingir que no me gusta el sexo con amor.
San Ignacio: Cara lavada, como todas las de hombre, a punto de las verdades absolutas; una serie y la farsa del alcoholismo se derrumba.
Sor Juana: Me escribiste una carta que era una copia, sabiendo que yo lo sabía, como si no hubiera leído Casa de muñecas.
San Sebastián: Como si no hubiera leído Peer Gynt.
San Ignacio: Como si no hubiera leído los libros de Próspero, las cartas del naufragio de Robinson Crusoe, como si no me hubiera preguntado por qué no sirven las religiones.
San Sebastián: Cuando me llevaste a comer al restorán francés y pediste vista al mar y sólo había vista a la terraza, cuando me llevaste a Cuernavaca a la casa de tu esposa muerta, cuando me hablaste de la edad espeleológica de tus hijos. (Como rezando, en secreto) Padre, me desposaré con aquel que adivine mi nombre, que no tenga que quemar la piel de mi destino auto infligido, con aquel que me dé argumentos válidos contra Robert Venturi. (En voz alta) Padre, me desposaré con la historia, me desposaré con la realidad que pruebe no ser travestida, con la montaña, con el pozo, con la prueba; padre, tú serás mi prueba.
Sor Juana: Aguzaste lanzas y flechas, llamaste sin éxito al terror.
San Ignacio: Y entonces juré que no amaría porque me desgarró la máscara de cera, porque me desgarró por dentro, porque se había matado para mí sin mí, porque había favores que hacer y huecos que llenar, porque en realidad había que aprender la tolerancia y el respeto. “Lo que los hombres llaman amor es demasiado pequeño, demasiado restringido y demasiado débil, comparado con la inefable orgía, la santa prostitución del alma que se da entera, poesía y caridad, a lo que imprevistamente aparece, al desconocido que pasa”.
Sor Juana: Pero queremos aire.

Todo se pone oscuro, sólo se ve a San Sebastián que camina seguido por la luz y recita

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