jueves, 14 de octubre de 2010

¿Ya terminó la Bella Época?


¿Ya terminó la Bella Época?

Una visita casual a la Librería Rosario Castellanos me hizo descubrir que, con sólo 4 años de vida, ya vivió tiempos mejores

La librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica es un lugar soleado, amplio, acogedor. Para mí, bellísimo y arquitectónicamente bien logrado. Mi segundo hogar. Siempre he planeado hacer allí la presentación de mi siguiente libro.

Allí se hizo la Primera Feria del Libro Independiente, a la que tuve el honor de ser invitado. Allí he pasado tardes enteras leyendo, estudiando, trabajando en mis textos. Esa experiencia no es sólo mía, muchos amigos y conocidos sienten lo mismo por ese lugar maravilloso que fue el resultado del rescate del viejo cine Bella Época.

Por todas esas razones me pareció increíble el estado actual de la administración del lugar cuando lo visité hace unos días. Tras pasar por los sensores antirrobo, el policía que cuida la puerta me exigió que dejara mis bolsas en los casilleros. Yo entiendo que el problema del robo hormiga puede afectar seriamente a la librería, sin embargo me pareció un poco extremo obligarme a optar entre dejar la bolsa contra mi voluntad o largarme.

Por si eso fuera poco, junto a los casilleros hay un letrero que señala que no se recomienda dejar allí computadoras y otros objetos valiosos pues la administración no se hace responsable por ellos. Al hacérselo notar al policía me dijo que sólo tenía que dejar la bolsa, que podía en cambio introducir mi computadora. Como si las bolsas no fueran para evitar la incomodidad de cargar en la mano la computadora, el cuaderno, la pluma, y los libros que traje para estar “cómodamente” instalado en el café.

Mientras dejaba mis cosas, un señor que salía fue detenido por otro policía que le pidió que se sacara los libros que llevaba guardados en el pantalón, junto a la espalda. El señor accedió a sacar lo que llevaba, un periódico usado, que difícilmente se puede confundir con un libro (que además habría detonado la alarma, supongo).

La política de vigilancia me pareció indignante, por lo que pregunté por el encargado para aclarar las cosas y me dijeron que se había retirado una hora antes, es decir a las 8 de la noche, aunque la librería cierra a las 11 y los policías hacen ronda hasta esa hora.

Con mis cosas a cuestas fui a revisar la sección de historia, para ver si tenían algún libro de historia de Inglaterra que necesitaba. Como no lo encontré por mi cuenta, me acerqué al módulo computarizado más cercano y me dirigí al empleado. Este buscó muy amablemente libros de historia de Inglaterra, de las islas británicas, de historia medieval y por ultimo de historia de Europa, sin éxito. Eso significa que el libro “El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II” de Fernand Braudel (editado por el Fondo de Cultura Económica), que acababa de ver en la estantería, no está clasificado en ninguna de las categorías mencionadas.

Dado que no podía adquirir ni revisar ningún libro del tema que me interesaba, decidí tomar un café y buscar en internet la información. En ese momento descubrí que para poder conectarme a internet no podía simplemente sentarme y pedir un café y la contraseña. Tenía que pagar el café antes de consumirlo (aunque la cafetería no es un mostrador en el cual uno recoge su café, sino una cafetería con un mesero que atiende las mesas), y luego ir a un módulo, con la computadora a cuestas, para pedir una clave individual que sólo sirve por dos horas. En los pasillos superiores de la librería, dos policías uniformados montaban guardia permanente.

¿Qué significa todo esto? Que hay una contradicción fundamental entre la razón de ser del centro cultural como punto de reunión, catalizador del conocimiento y la creatividad, y la política de administración y vigilancia que lo gobierna.

Cuando se anunció la apertura del centro, el gerente general del Fondo de Cultura Económica, Ricardo Nudelman, afirmó: "Es un espacio que no tiene separaciones, no hay muros, todo es abierto, con lugares de lectura donde la gente se podrá sentar a leer y nadie le va a cuestionar nada, o irá a comprar un libro o a encontrarse con los amigos y tomar un café, ver una película, escuchar música. Todos los muebles de la librería tienen ruedas y se podrán desplazar y cambiar la estructura de una sección, por si se quisiera abrir una espacio para que una persona lea su poesía o para un conjunto de cámara" (Clara Grande Paz, El Universal, Jueves 20 de abril de 2006).

En otra entrevista al mismo funcionario, concedida al Boletín de la Red Latinoamericana de Librerías, este aseguró que aun si no era posible, por obvias razones, tener siempre a la mano el libro solicitado, sí se debería en cambio “tener un librero capacitado, y un sistema eficiente que nos permita ubicar y conseguir el libro que nos piden y que no tenemos en el momento.”

Estas son las políticas que nos gustaría tener efectivamente en la librería más grande del Fondo, en este lugar que se sentía, hace tan poco tiempo, como un segundo hogar.

En un primer momento, la indignación puede hacernos pensar en boicotear la librería. Cuando subí por primera vez mis comentarios a Facebook y a Twitter, alguien sugirió dejar de ir a las librerías y denunciar “a esos ojetes”.

Sin embargo, yo no quiero dejar de ir a la librería, ni a la cafetería, ni dejar de reunirme allí con mis amigos. Los 33 millones de pesos que costó la compra y los 60 millones asignados para la remodelación del lugar salieron de nuestros impuestos, no de un inversionista privado. Este lugar, que no voy a dejar de visitar y de querer, es de todos, y lo que querría que cambiara es la política actual que lo gobierna.

Imagen en su contexto original

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