El Lago de los Cisnes
Cada vez que veo Billy Eliot lloro a moco tendido. Tal es mi sueño infantil de ser un bailarín profesional de ballet, que ya nunca se cumplirá y por el cual guardo un luto inconcluso. Tal vez es el apoyo de la familia paterna de Billy, que en mi caso fue patéticamente limitada al aumento en el número de parientes. Tal vez es la avalancha de lecciones de vida que se le vienen encima a Billy (la necesidad de expandir sus horizontes por medio de la expresión artística, la conciencia de su propio lugar en su familia, en su comunidad, en su clase social, el reconocimiento de las otredades en las personas de la maestra y su propio amigo). Tal vez es que se trata de un cuento popular de buena cepa, con un protagonista masculino entrañable, y no una heroína de Disney que busca el matrimonio burgués como meta última para su vida (entrañable de otra manera).
Billy Elliot tiene una carencia (o una lista de carencias): sale al camino a encontrar lo que busca –una madre, el sentido de pertenencia, un talento sin desarrollar–, se encuentra a una ayudante mágica –la maestra– libra una batalla contra un antagonista poderoso –la escuela de ballet, Londres, sus propios miedos– y contra un impostor que está dentro de él mismo –el macho prejuicioso que golpea al otro niño. La carencia es reparada cuando su familia y su amigo acuden a presenciar su matrimonio simbólico con el arte: el papel protagónico en la versión de Mathew Bourne de El Lago de los Cisnes.
Todos estos elementos, grabados con cincel en mi psique desde niño, me convierten en el destinatario ideal de la historia contada en la película. Nunca dejaré de amar los cuentos en todas sus manifestaciones, pero eso significa que para mí la tragedia máxima consiste en la ausencia de un final narrativo que signifique la reparación de la carencia inicial: por eso El Lago de los cisnes es una tragedia tan popular del siglo XIX, que extiende su sentido trágico hasta hoy. En el centro de la historia, inspirada tal vez por el cuento popular ruso “El pato blanco”, o por el cuento alemán El velo robado –del alemán Johan Karl August Musäus– ocurre el peor ultraje a un cuento y su heroína, la peor traición de todas: la victoria del impostor, el cisne negro, Odile, la hija del hechicero –el enemigo, el antagonista. En la versión de Bourne, el príncipe es más claramente el héroe del cuento, y sus carencias son existenciales: de allí su narcisismo y su ambigüedad.
Pero en Billy Elliot, el final es perfecto: el excluido, el raro, se convierte en el rey del ballet, el protagonista de su propia coreografía: su vida.
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