martes, 25 de enero de 2011

Mi vida como trickster y otros viajes


Mi vida como trickster y otros viajes


El canto de los gallos de pelea de la granja que instalaron junto a la casa de mi hermano me aturde mientras trato de deshacerme a bostezos y jetas de la maldición de la página en blanco en la cocina, al regreso de mi última estancia en Nueva York.

Escribir sin rumbo es fácil, y a veces venturoso, pues le dice a uno cosas que ignoraba, descubre poco a poco quién es uno en realidad, o al menos quién es en ese día debajo de mil capas de vida. Escribir así es un ejercicio de arqueología. Lo difícil es encontrar temas. La escritura es, también, una cacería de temas.

Pero esto ya suena como la autobiografía apócrifa de Indiana Jones. Un profesor universitario que sueña con ser un aventurero; un escritor metido en una cocina que compara sus garabatos con la arqueología y la caza mayor. Aunque últimamente me siento como Indiana Jones. Aventurado, incluso aventurero. O más bien casi demasiado mayor para ser un nómada.

“To crash” es un buen verbo para describir una acción típica de alguien que viaja constantemente sin tener recursos ilimitados asegurados. Se refiere, además de colisionar violentamente (en movimiento o destruyendo un sistema computacional), al hecho de llegar sin invitación. “Wedding Crashers”, por ejemplo, es una película sobre dos tipos en extremo inmaduros que se dedican a ligar en bodas a las que no fueron invitados.

En español mexicano hay otra buena expresión para describir lo mismo: “ya nos cayó el chahuistle”. El chahuistle es una plaga del maíz. Así que en realidad el antiguo arte de la auto-invitación tiene connotaciones muy negativas: plaga, objeto que arremete con violencia…

¿Cuántos pasamos por esto? Hijos no planeados. Migrantes ilegales. Escritores en residencia forzada. Pícaros y tricksters, tenemos nuestro propio panteón: Hermes, Echú Eleguá, el tlacuache, Terminus, Veles. Los personajes de los cuentos populares parten sin rumbo a encontrar algo que no saben que no tienen. Por fortuna para mí, generalmente lo encuentran.

Imagen de GoogleEarth

Bittersweet


Bittersweet


Empiezo a ser un mutante, casi un pocho. La calle se ha vuelto blanca y esponjosa. La palabra “blizzard” vibra en mis oídos con su contraste de fonemas sonoros. El viento arremolina zetas a mi alrededor. Es un día de sol y cámaras fotográficas que no cesan de comparar la altura de las pilas de nieve con los coches.

La nieve es el pretexto ideal para salir a la ciudad que se ha vuelto de pronto lenta y silenciosa. Afuera encuentro refugio en las risas de los transeúntes y adentro en el café (pero no dejo de mirar por la ventana). Casi no he dormido, son los últimos días que paso en esta ciudad del noreste de nuestro continente.

He tratado de aprender a resolver problemas matemáticos y cómo jugar nuevos juegos de video, he leído nuevos libros, he comido en nuevos restaurantes, cambié de ciudad por unos días. La vida de siempre con pequeñas variaciones.

En una galería de las dos galerías de Gagosian de Chelsea vi una exposición de Anselm Kiefer titulada Next Year in Jerusalem, que me hizo ver que el holocausto nazi todavía, por difícil que parezca a estas alturas, inspira grandes obras de arte. Instalaciones sobre la destrucción del templo de Salomón y pinturas inmensas de bosques de moral incendiada.

En la otra (galería de Gagosian), vi una pintura de Robert Rauschenberg sobre México, que quiero para ilustrar la portada de mi libro El deshielo, que todavía, ¡todavía!, no ha salido (pero ya me dijeron que sale en marzo de 2011. Luego vi en el Museo Metropolitano una fotografía de Paul Strand que también podría servir para la portada, y en la misma visita me di cuenta de la longitud del río Mekong y confirmé que el arte chino antiguo, o lo que queda de él, es más impresionante que el japonés.

El año todavía no termina. Fue un año marcado por el color rojo y Caperucita roja. Un año de escritura y un año que tal vez defina mi rumbo en los próximos años. Un doctorado, dos, tres, cuatro. Planes y programas de estudios, cartas, ensayos, exámenes. Terminé de estar de luto por cosas que están más allá de mi control, como todas las cosas por las que uno guarda luto.

Hace exactamente dos días el mundo se dividió en gento de Tipo A y Tipo B y a mí me ubicaron en el Tipo B. Es algo bueno –me aseguran– pues que si no fuera del Tipo B (el tipo de los que no viven la vida yendo hacia adelante, imparables y autónomos, es decir, el segundón, el de los pasivos, el de los que siguen a los Tipo A), no sería contemplativo, y si no fuera contemplativo, no podría escribir. Whatever.

Hoy me hundo hasta las rodillas en el júbilo de las fiestas, en una incredulidad alegre. De nuevo desaparecemos en la geografía del agua, que crea nuevas bahías, torrentes, acantilados, meandros, glaciares.

La tarde acentúa lentamente las sombras de los edificios y yo me apresuro a cumplir con estos ciclos de estaciones rotas. Qué desgracia, mi huella de carbón habrá crecido un poco más el primero de enero, lejos del norte pero no realmente en el sur, de vuelta en Mexico City.

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