domingo, 1 de abril de 2012

Mi miedo a la moda me doma


Cada vez que escribo sobre moda y sobre ropa en general me invade la zozobra. Una zozobra aprendida, forjada a fuego lento en la experiencia. Puedo hablar impunemente sobre la mayoría de los temas que tocan los hábitos del cuerpo y los rituales de la vida cotidiana, pero hablar de moda es, hoy, para mí un tabú. No es que no me lea o reconozca en el grupo de gente que vive a través de la palabra textos escritos o transcritos sobre moda y ropa en muchas y muy distintas épocas, aun si lo fueron de manera sesgada y parcial (se le dice “personal”, o mejor aún, “subjetiva”), como en El Libro de la almohada, en los lais y los Cuentos de Canterbury, en la Ilíada y en todos los cuentos populares que hablan de historias de reconocimiento, sino que por alguna razón el tema me genera un  miedo profundo respecto a mi propia profundidad.
Claro que sí está Roland Barthes y su análisis del sistema de la moda, y la secuela de Umberto Eco. Por supuesto, si uno lee con atención a Barthes en ciertas premisas no se decepciona desde una cierta perspectiva, pues lo que le interesa en la moda es su proceso, que “no se puede entender a partir sólo de la ropa, la moda hay que referirla a una actitud determinada ante diferentes situaciones. Lo que caracteriza a la moda son sus formas de cambio, cambio que acontece en plazos generalmente breves y regulados socialmente”.  Es decir, esta aparente necesidad perenne de cambio puede reflejar y verse reflejada, por ejemplo, en las historias de los tricksters  (los más humanos de los dioses, digo yo), que se dedican a horadar el orden fijo, voluntariamente sistemático del mundo, haciéndolo habitable, y que a su vez, en tanto mitos presentes en todas las culturas, reflejan no un constante nueva, sino más bien una puerta subrepticiamente abierta a la  novedad. O como respondió Marvin Minsky ante el problema de la existencia de los axiomas de Göedel, “la inteligencia humana es capaz de errar y de comprender declaraciones que son en realidad inconsistentes o falsas”.
Pero no quiero hablar aquí de eso, ni de la indumentaria como  un “referente de la asimilación cultural de las minorías en los países desarrollados”, o “como expresión artística y social de una época determinada” (no escribo los nombres de los autores de estas citas aquí para no  jugar a otorgarles valor cuando en este texto no lo tienen, sino que más bien representan los lugares comunes de una comunidad, su memoria colectiva).
Casi ni vale la pena mencionar a qué se debe el rechazo por el pensamiento sobre la moda, pero lo hago de manera banalísima porque para tanta gente es aparentemente claro: la moda es tal vez la más estandarizada y redituable de las industrias basadas en una necesidad humana transformada en necesidad de consumo, y por lo tanto no necesita ni merece competir con otras prácticas menos mecanizadas y por los tanto un poco más nobles. Básicamente, está en todas partes y no necesita defensa.
Y entonces me detengo aquí aterrado, después de agotar mis justificaciones intelectuales, cuando apenas he llegado a donde quiero llegar. Y no sé qué decir. Ni cómo decirlo. Por más que quiero hablar de la emoción primitiva que me da la seda estampada o bordada, los pájaros azules del huipil de Panajachel, ciertas formas mágicas de algunos sombreros suspendidos en su propia riqueza, las palabras me rehúyen.