Cada vez que escribo sobre moda y sobre ropa en general me invade la
zozobra. Una zozobra aprendida, forjada a fuego lento en la experiencia. Puedo
hablar impunemente sobre la mayoría de los temas que tocan los hábitos del
cuerpo y los rituales de la vida cotidiana, pero hablar de moda es, hoy, para
mí un tabú. No es que no me lea o reconozca en el grupo de gente que vive a
través de la palabra textos escritos o transcritos sobre moda y ropa en muchas
y muy distintas épocas, aun si lo fueron de manera sesgada y parcial (se le
dice “personal”, o mejor aún, “subjetiva”), como en El Libro de la almohada, en
los lais y los Cuentos de Canterbury,
en la Ilíada y en todos los cuentos populares que hablan de historias de
reconocimiento, sino que por alguna razón el tema me genera un miedo profundo respecto a mi propia
profundidad.
Claro que
sí está Roland Barthes y su análisis del sistema de la moda, y la secuela de
Umberto Eco. Por supuesto, si uno lee con atención a Barthes en ciertas
premisas no se decepciona desde una cierta perspectiva, pues lo que le interesa
en la moda es su proceso, que “no se puede entender a partir sólo de la ropa,
la moda hay que referirla a una actitud determinada ante diferentes
situaciones. Lo que caracteriza a la moda son sus formas de cambio, cambio que
acontece en plazos generalmente breves y regulados socialmente”. Es decir, esta aparente necesidad perenne de
cambio puede reflejar y verse reflejada, por ejemplo, en las historias de los tricksters
(los más humanos de los dioses, digo yo),
que se dedican a horadar el orden fijo, voluntariamente sistemático del mundo,
haciéndolo habitable, y que a su vez, en tanto mitos presentes en todas las
culturas, reflejan no un constante nueva, sino más bien una puerta
subrepticiamente abierta a la novedad. O
como respondió Marvin Minsky ante el problema de la existencia de los axiomas
de Göedel, “la inteligencia humana es capaz de errar y de comprender declaraciones
que son en realidad inconsistentes o falsas”.
Pero no
quiero hablar aquí de eso, ni de la indumentaria como un “referente de la asimilación cultural de
las minorías en los países desarrollados”, o “como expresión artística y social
de una época determinada” (no escribo los nombres de los autores de estas citas
aquí para no jugar a otorgarles valor
cuando en este texto no lo tienen, sino que más bien representan los lugares
comunes de una comunidad, su memoria colectiva).
Casi ni
vale la pena mencionar a qué se debe el rechazo por el pensamiento sobre la
moda, pero lo hago de manera banalísima porque para tanta gente es
aparentemente claro: la moda es tal vez la más estandarizada y redituable de
las industrias basadas en una necesidad humana transformada en necesidad de
consumo, y por lo tanto no necesita ni merece competir con otras prácticas
menos mecanizadas y por los tanto un poco más nobles. Básicamente, está en
todas partes y no necesita defensa.
Y entonces
me detengo aquí aterrado, después de agotar mis justificaciones intelectuales,
cuando apenas he llegado a donde quiero llegar. Y no sé qué decir. Ni cómo
decirlo. Por más que quiero hablar de la emoción primitiva que me da la seda
estampada o bordada, los pájaros azules del huipil de Panajachel, ciertas
formas mágicas de algunos sombreros suspendidos en su propia riqueza, las
palabras me rehúyen.
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