viernes, 18 de marzo de 2011

Algunas mujeres







En las fiestas, usaba flores blancas en el pelo, como un personaje salido de un lai, como las hadas que usaban túnicas de púrpura en una competencia sin fin por la belleza.

Era Scherezada, salvando a todas las muertas en vida, a todas las víctimas posibles con fuerzas ocultas y poderosas, con carne y con virtud, con la belleza de las palabras brillando más que la belleza imposible de mi cuerpo.

Era una niña. Me llamaba Rosita. Lo recuerdo brumosamente, pero lo recuerdo. Tenía el pelo largo, rubio, y usaba vestidos cortos.

Era Anna, la princesa tártara de la ciudad de la corte al borde del Báltico, Anna que se escurría debajo de la silla y que pasó de ser la poetisa de la gloria del talento juvenil y la pose frívola a ser la mater dolorosa llorando a su hijo y a su marido en las colas de las cárceles. “Nos encontramos en un año monstruoso, /cuando las fuerzas del mundo se habían agotado, / todo estaba marchito y enlutado por la desgracia, / y solo las tumbas eran frescas. /El talud del Neva, sin faroles, era negro azabache.

Era Lady Lazarus, de piel menos resistente que la voz acerada, acérrima, radical, cáustica, bipolar, hurgando el fondo del fondo, rascando tu miedo con mi raíz tuberculosa.

Era toda de polvo, desnuda bajo el abrigo de pieles, blandiendo a mis amantes como excusas para ser lo que ya era, oscura, sola, loca, bella por siempre y por anticipado, muerta y viva, polvo, nada, tomando la tarde y la noche por asalto, vencida por mi única enemiga.

Era Gabriela humilde, necesaria, rezando cada día: “Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren. No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que enseñe”.

Era una reina de la fantasía, vestida de soldado, enamorando a seres inferiores con talentos inéditos. Lucía en la frente un lucero y la luna adornaba mi trenza, llevaba en la mano una calavera de ojos que calcinan, era tres y una, Hécate, Artemisa, Afrodita.

Adentro de la casa, en el jardín trasero, entre las abejas y las serpientes, arrugada en las cartas, rodeada de rumores lentos, permanente: “We never know how high we are / Till we are called to rise; /And then, if we are true to plan, / Our statures touch the skies”.

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