Ilustración del siglo XIX para Las preciosas ridículas
En una de sus célebres cartas sobre la vida en la corte de Versalles que data de 1677, Madame de Sévigné se divirtió narrando uno de los pasatiempos típicos de las damas de su medio: contar historias plagadas de hadas y princesas encantadas, que a pesar de ser criadas por campesinos o pastores no perdían un ápice de su belleza ni de su delicadeza. Estos cuentos, bagatelas absurdas y fantásticas, carecían de prestigio literario y contrastaban profundamente con las tragedias de tema clásico de los grandes autores del siglo del Rey Sol.
Los cuentos de hadas estaban emparentados con un estilo que causaba horror en Francia: el Barroco, y su variante nacional extrema, el preciosismo. Este ensalzaba la exquisitez como valor supremo y tenía como enemigo principal al ridículo. Por eso Molière tuvo tanto éxito con Las preciosas ridículas: “El estilo precioso –dice allí un personaje– no sólo ha infestado París, sino que también se ha extendido por las provincias, y nuestras ridículas doncellas han absorbido su buena dosis”.
Pero hubo que esperar hasta la última década del siglo XVII para que los cuentos de hadas se pusieran realmente de moda, marcando así una tendencia que siguió a lo largo del siglo XVIII.
El estilo en el que fueron escritos los cuentos reflejaba fielmente los valores cortesanos: había en ellos poemas barrocos, descripciones detalladísimas de los vestidos, las joyas, los bailes, los palacios, los banquetes, los postres, los chismes, los mohines, los absurdos y las formas de comunicarse de los cortesanos. Las hadas vivían en palacios de cristal cortado y volaban en carros tirados por cisnes, dragones o serpientes. La falta de clase y estilo al vestir y comportarse era peor que la misma fealdad, y pasaba por ser un verdadero defecto moral.
Uno de los cuentos que sigue fielmente esta tendencia es “Gracieuse y Percinet”, de Mme. d’Aulnoy, la pionera del género. En el cuento, un rey se casa en segundas nupcias con una mujer coja, jorobada, tuerta, gorda y cubierta de acné, pero riquísima, por lo cual el rey no tiene inconveniente en dejar que torture a su hija, la princesa Gracieuse, de todas las maneras imaginables.
Lo destacable es que la princesa prefiere sufrir que la entierren viva antes que casarse con el hombre del que está enamorada, el príncipe mágico Percinet. Esta manera de ver el matrimonio corresponde fielmente a este diálogo entre la una de las preciosas de Molière y su padre:
MADELÓN.- ¿Y qué estima, padre mío, queréis que hagamos de la conducta irregular de esas gentes?
GORGIBUS.- ¿Qué tenéis que decir de ellas?
MADELÓN.- ¡Linda galantería la suya! ¡Cómo! ¿Empezar lo primero por el casamiento?
GORGIBUS.- ¿Y por dónde quieres entonces que empiecen? ¿Por el concubinato?
De más está decir que Percinet corteja a Gracieuse del modo más cortesano que sea posible imaginar.
Otra paladina de los cuentos de hadas fue Mlle. L’Héritier, cuyo cuento “Marmoisan” exhibe todas las convenciones del género, desde el marco narrativo hasta las intrigas más absurdas: un noble tiene cinco hijas y un hijo, que encarnan todos los defectos y virtudes de su tiempo. La mayor es mojigata, amargada y fea, y además le repugna la compañía de los hombres. La segunda es bonita, pero jugadora e indolente. La tercera es coqueta y frívola, rodeada por un entourage de galanes, adicta a la moda y tan despilfarradora como su hermana con problemas de adicción al juego.
Luego siguen dos guapísimos gemelos: Leonore, una morena picante, capaz de montar, tirar y cazar, noble y valiente pero obsesionada por la limpieza, y su hermano Marmoisan, igualito pero dueño de todos los defectos de las otras hermanas. La hermana menor vive encerrada en un convento desde los tres años.
Marmoisan, que se las da de seductor, trata de violar a una vecina, pero el marido de esta lo mata. Leonore se disfraza entonces de su hermano para ir a la guerra, acompañada de su hermana menor, que le sirve de paje.
El hijo del rey, a cuyas órdenes debe servir Leonor transformada en Marmoisan, es un tanto sospechoso, pues “su padre temía que cogiera el hábito de dejarse obsesionar por su favoritos”.
Por supuesto, lo primero que hace el príncipe es enamorarse del nuevo favorito. Aunque circulan los rumores de que Marmoisan es mujer, no logra probarse nada. Cuando el príncipe trata de hacer que se bañe en un río, suena en el aire una voz mágica que dice: “¡Marsoisan, mientras tú te bañas, tu padre se muere!”. Finalmente, se descubre todo el enredo y el hijo de rey se casa con su fantasía erótica, en un apoteósico final feliz, lleno de bodas entre las chicas disfrazadas de chicos y sus enamorados. Pero el cuento, a la vez feminista, queer y camp, termina con una nota moral, pues las hermanas de Marmoisan son recluidas en un convento.
El autor más famoso de la moda de los cuentos de hadas fue Charles Perrault, que mezcló en sus cuentos las voces de los grupos sociales más desprestigiados de su tiempo: los infantes y el pueblo.
En un poema contemporáneo se hacía escarnio del escritor y de su hijo Pierre, al que se le atribuían los cuentos, diciendo que, si seguía así, el joven Perrault llegaría tan lejos como el padre “en el camino del sinsentido”.
Todos conocemos los cuentos de Perrault, que van de la nota roja erótica (Barba azul y Caperucita roja) hasta las típicas fantasías cortesanas (La bella durmiente y Riquete el del copete), pasando por otros personajes crueles como el Gato con botas y Pulgarcito. Han sido y siguen siendo un surtidor inagotable de versiones, desde Mujer bonita hasta comerciales de toallas femeninas que sirven para quitarle lo rojo a la caperuza y cómics pornográficos.
Al carecer de prestigio, los cuentos de hadas le han hecho un favor a la imaginación. Expandieron los límites de la literatura al representar zonas de imaginación exuberante y subversiva y permitieron el despliegue de una libertad creativa que extiende su influencia hasta hoy.