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La palabra en francés es “malaise”. Es la palabra que mejor suena para describir lo que me provocan las fiestas multitudinarias, la navidad, acción de gracias, las ocasiones en donde todos se reúnen para celebrar. Entiendo perfectamente que la gente se suicide, entiendo perfectamente que la gente se deprima, pues yo he estado allí, yo lo he vivido, yo soy parte de la masa sufriente y dolorosa sin amor, con la auto conmiseración acechando todo el tiempo.
Las fiestas del bicentenario me han dado la ocasión perfecta para sufrir mi soledad hasta el tope, y para volver a machacar las palabras amargadas de siempre: la nación es un peligro, la unidad nacional no existe, los actores que se ríen juntos y felices y corren por los campos y las ciudad y agitan banderas tricolores con alegría inusitadas son sólo eso: actores, gente pagada para fingir que siente algo que no siente.
Tal vez sólo es que no tengo amigos que me llamen y me inviten a compartir su vida, tal vez es que no siento que los mexicanos de verdad tengamos ganas de abrazarnos en la calle y aplaudir que seguimos siendo un “estado fallido” y toda la serie de lugares comunes de rigor que vienen a cuento (la pobreza, la mala calidad de la educación, la fractura social y racial que todavía nos carcome, la victoria tenaz de una delincuencia organizada que no deja de ser exitosa porque está en los huesos de este país).
Pero la verdad es que yo no tengo de qué quejarme, como no tienen de qué quejarse la mayoría de los lectores de esta columna (“— Hypocrite lecteur, — mon semblable, — mon frère!”) que sólo habla de libros y películas de arte, de cosas en las que sólo puede pensar la gente que no tiene hambre de verdad, esa hambre profunda y sistémica que termina nunca de saciarse.
Y a pesar de todo, los rusos, que son expertos en el arte del sufrimiento, tienen un dicho que reza que algunos sufren porque las perlas de su collar son muy chicas, y otros porque su sopa está muy agüada. Como quien dice, los ricos (y los rusos) también lloran.
Hace poco leí que las últimas investigaciones permiten suponer que Emily Dickinson no era rara, sino epiléptica, y probablemente, lesbiana. Vivió aislada la mayor parte de su vida, y en vez de amargarse, escribió versos:
Soy nadie. ¿Tú quién eres?
¿Eres tú también nadie?
Ya somos dos entonces. No lo digas:
lo contarían, sabes.
Qué tristeza ser alguien,
qué público: como una rana
decir el propio nombre junio entero
para una charca que admire.
Foto en su contexto original
La palabra en francés es “malaise”. Es la palabra que mejor suena para describir lo que me provocan las fiestas multitudinarias, la navidad, acción de gracias, las ocasiones en donde todos se reúnen para celebrar. Entiendo perfectamente que la gente se suicide, entiendo perfectamente que la gente se deprima, pues yo he estado allí, yo lo he vivido, yo soy parte de la masa sufriente y dolorosa sin amor, con la auto conmiseración acechando todo el tiempo.
Las fiestas del bicentenario me han dado la ocasión perfecta para sufrir mi soledad hasta el tope, y para volver a machacar las palabras amargadas de siempre: la nación es un peligro, la unidad nacional no existe, los actores que se ríen juntos y felices y corren por los campos y las ciudad y agitan banderas tricolores con alegría inusitadas son sólo eso: actores, gente pagada para fingir que siente algo que no siente.
Tal vez sólo es que no tengo amigos que me llamen y me inviten a compartir su vida, tal vez es que no siento que los mexicanos de verdad tengamos ganas de abrazarnos en la calle y aplaudir que seguimos siendo un “estado fallido” y toda la serie de lugares comunes de rigor que vienen a cuento (la pobreza, la mala calidad de la educación, la fractura social y racial que todavía nos carcome, la victoria tenaz de una delincuencia organizada que no deja de ser exitosa porque está en los huesos de este país).
Pero la verdad es que yo no tengo de qué quejarme, como no tienen de qué quejarse la mayoría de los lectores de esta columna (“— Hypocrite lecteur, — mon semblable, — mon frère!”) que sólo habla de libros y películas de arte, de cosas en las que sólo puede pensar la gente que no tiene hambre de verdad, esa hambre profunda y sistémica que termina nunca de saciarse.
Y a pesar de todo, los rusos, que son expertos en el arte del sufrimiento, tienen un dicho que reza que algunos sufren porque las perlas de su collar son muy chicas, y otros porque su sopa está muy agüada. Como quien dice, los ricos (y los rusos) también lloran.
Hace poco leí que las últimas investigaciones permiten suponer que Emily Dickinson no era rara, sino epiléptica, y probablemente, lesbiana. Vivió aislada la mayor parte de su vida, y en vez de amargarse, escribió versos:
Soy nadie. ¿Tú quién eres?
¿Eres tú también nadie?
Ya somos dos entonces. No lo digas:
lo contarían, sabes.
Qué tristeza ser alguien,
qué público: como una rana
decir el propio nombre junio entero
para una charca que admire.
Foto en su contexto original
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