En estos días he estado recorriendo la ciudad de México y reflexionando en su infinitas líneas de fuga, en lo que he escrito sobre ella y lo que nunca podré acabar de escribir, lo que leo, lo que huelo, lo que me provoca. ¿Cuántas ciudades comprende en realidad? ¿Cuántos países, cuántas épocas?
Ahora que estoy en la vorágine de dar a conocer al público un libro que es justamente sobre la ciudad de México y Nueva York como ejes y pretextos para describir la historia de Norteamérica y la relación permanentemente tirante entre México y los Estados Unidos, tengo que encarar todos los días mis textos, lo que dicen cuando ya no me pertenecen sólo a mí, y enfrentarme con la imposibilidad de cambiar lo dicho. Sólo queda mirar el presente. Y las posibilidades.
Hoy visité y escribí buena parte de este texto en Plaza Carso, el nuevo edificio de uso mixto de Grupo Carso (por Carlos y Soumaya Slim). Por la ventana moteada de la zona de la zona para fumadores del food court alcanzo a distinguir una nueva fase de una ciudad en construcción permanente. Es una extensión de Polanco que aprovecha tierras cuyo valor superaba ya largamente el uso industrial al que estaban destinadas. La densidad de los edificios es tan nueva como las construcciones. Recuerda a Sao Paulo o a Battery Park City, en Nueva York, más a que a otras zonas de clase media alta de esta ciudad relativamente plana.
Las vías del ferrocarril que bordean y delimitan el terreno al oeste del inmenso complejo y el museo que le sirve como logotipo comercial son ya apenas un recordatorio de otras épocas, de otras industrias anteriores a la hegemonía en las comunicaciones del hombre más rico del mundo.
Este centro comercial y este museo son su abrazo y su beso a la ciudad en la que vive, un beso de mall de aeropuerto, apenas abierto al barrio nuevo que lo imita y aprovecha la bonanza.
En realidad es la ciudad, la de siempre, la que se transforma, aun si hay algunas transformaciones mejores que otras. Y eso es algo que me da esperanza, a pesar de todo.
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