Alfonso Reyes cumpliría hoy 123 años. El escritor de quien Jorge Luis Borges dijo “Alfonso Reyes, el mejor prosista de lengua española en cualquier época”, es sin embargo un autor menos leído que celebrado.
Hace poco recibí por correo electrónico un chiste de cadena. Es sobre un impresor que, determinado a usar su letra capitular más bella –una F– en una Doctrina Cristiana, decide comenzar cambiar la frase inicial por “Francamente, Dios hizo el mundo en siete días”.
Como chiste resulta más ingenioso que hilarante. Lo que yo ignoraba es que este es un cuento del “regiomontano universal” titulado “El buen impresor”.
Desde luego, en el chiste eliminaron la nota culta con la que termina el cuento de Reyes: “(Y es lástima que no fuera erudito en doctrinas heterodoxas, porque pudo haber puesto, con mayor sentido: “Finalmente, Dios hizo el mundo en siete días”. ¡El principio del fin!)”.
El cuento ha ingresado a la tradición popular, una proeza que logran algunas obras caracterizadas por su economía y fuerza expresiva. Lo mismo pasó con Perrault, y creo que también con Augusto Monterroso. Por supuesto, me parece muy buena esa entrada en la tradición popular, pues paradójicamente invita también al acercamiento de la crítica a las obras originales, con lo cual todos salimos ganando.
Sin embargo, la fama de Alfonso Reyes como intelectual eruditísimo ha obrado en su contra. En vez de ser un escritor popular como Elena Poniatowska o Jorge Ibargüengoitia, o de formar parte del Olimpo de los escritores intelectuales de culto como el mismo Borges, Reyes se ha quedado en un estatus aparte, de estatua de bronce, exactamente lo opuesto al carácter de su obra, que comparte con Voltaire el humor ligero y mordaz que contrarresta la solemnidad de la Academia. Aunque podría aventurar que ese humor es característico de los escritores más cultos y sabios, aquellos que saben que el conocimiento es infinito y el hombre limitado.
Para ilustrar esta ironía profunda y juguetona, me tomaré la libertad de parafrasear otro de los cuentos de Reyes: Diógenes le enseña a su hijo el arte de la caza, que éste aprende con diligencia. Poco a poco capturan a presas más raras, acabando así con todos los animales de la Fábula, incluso con un unicornio y un fénix.
Hasta que un día, el hijo de Diógenes le pide a su padre que apague su linterna, pues al fin ha logrado acercarse a la presa más astuta, más valiosa y difícil: ha llegado el momento de cazar al Hombre.
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