Hace poco vi un cortometraje en el que se retrataban las entradas del metro neoyorkino en cámara lenta. En él, el sistema con mayor número de estaciones en el mundo luce espectacular. Reconocí casi todas los accesos que aparecen allí, y puedo asegurar que no son muchos: el de Columbus Circle, el de Lincoln Center… y no muchas más…
En general, el subway es muy sucio, descuidado, herrumbroso, lleno de ratas que parecen conejos, con vigas y techos polvosos y oxidados que aparentemente nunca han sido limpiados, azulejos rotos y reparaciones eternas.
Pero esta es una de las múltiples cosas que no había escrito de Nueva York, una ciudad que veo con amor y desdén. Por supuesto, como tantas otras grandes ciudades, es esencialmente inabarcable. Así que para hablar de ella escogí una perspectiva y me aferré a ella.
En vez de ver la mugre del metro, destaqué su eficacia, una eficacia simbólica que lo abarca todo, incluyendo su misma irrealidad. En vez de ver la sombra proyectada por los rascacielos en calles como cañones lóbregos, el altísimo costo de la vivienda, la comida y el transporte, elegí la belleza refulgente de la isla vista desde el mar, la densidad de la ciudad y su apertura al cambio perenne, la riqueza que significa tener en un sólo barrio en pocos metros cuadrados restaurantes de India, Tíbet, Japón, Etiopía, México, Venezuela, Francia, Bélgica, Corea, Tailandia, Italia, España, Argentina, Camboya, China, Ucrania y Rusia, o de regiones o etnias particulares, como la cocina yiddish, la vasca o la del sur de los Estados Unidos…
Así que soy culpable de hacer algo que hace todo el mundo, retratar los mejores aspectos de Nueva York, en lugar de hablar de sus defectos; pero quiero creer que al hacerlo hice algo más: delaté la mistificación misma, el proceso que hace que tantos artistas, turistas e incluso sus mismos habitantes eviten ver la ciudad y vean en su lugar la proyección de sus fantasías y fantasmas. Pues Nueva York es, creo, una fantasía en constante evolución.
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