miércoles, 22 de junio de 2011

Los Paraguas de Cherburgo o el amor es eterno mientras dura

Era una vida de besos, de dientes brillantes y fantasía del descubrimiento. Era ella y era yo, severos ante la vida de los veinte años, llenos de palabras multilingües y preceptos éticos absolutos.
Teníamos que probarlo todo para regresar de todo y empezar a vivir ya, en serio, nuestro destino que inauguraba el mundo. Teníamos amigos y antagonistas pero estábamos mucho más adelante que nuestras familias, nuestros amigos, nuestras peleas.
Todo era tan fundamental que se volvió en contra nuestra de la forma más simple: la casa, el dinero, la escuela, el control de la natalidad, sus hermanos y los míos, nuestros amantes pasados y futuros.
Fuimos juntos a todas partes, compramos juntos, trabajamos juntos, estudiamos juntos, cocinamos juntos, dormimos juntos, bebimos juntos, experimentamos juntos. Fuimos literalmente el uno para el otro, fieles siempre de obra, palabra y pensamiento, transparentes, abruptos.
Y luego de pronto no fuimos más, de la misma manera definitiva: para siempre, olvidados en bloque, convertidos en materias de mundos excluyentes.
Y tantos años después llegué al cine a ver un ciclo de películas de la Nouvelle Vague, la nueva ola del cine francés que cambió el cine en los años sesenta. La película del día era Los Paraguas de Cherburgo, de Jacques Démy, con Catherine Deneuve y Nino Castelnuovo.
Y volvió la marea de principio a fin, los colores nítidos, el amor absoluto en contextos anodinos, una melodía incesante: “Mais je ne pourrais jamais vivre sans toi” le cantaba Genéviève a Guy, no podré nunca vivir sin ti, no me dejes aquí con mi belleza rubia de pastorcilla de porcelana, entre paraguas y deudas y hombres dispuestos a hacer de mi vida la mejor vida que se le puede imponer a una muñeca de porcelana.
No te vayas a la guerra, al mundo de afuera que te corresponde lejos de mí, a las heridas del cuerpo y del corazón, a la muerte cierta, a la clase media y la felicidad de tu propia estación de servicio y tu árbol de navidad.
Pero así fue porque así tenía que ser: ella se casó con el joyero que la salvó de las deudas de su madre y de la miseria de ser, como ella, madre soltera; él se casó con la belleza modesta e incondicional del trabajo duro.
Y un día ocurrió el corolario, la evidencia del desfase. Sonó por última vez el tema de amor de la película y la esposa del joyero llegó de nuevo a Cherburgo con su hija, entró a la estación de servicio, lo vio, bajó de su Mercedes Benz cubierta de joyas y pieles, fueron a la oficina.
Pero las palabras no se hicieron nudo en su garganta:
– ¿Quiere el tanque lleno? –dijo el empleado.
–Sí –dijo ella.
–¿Cómo estás? –dijo ella.
–Bien, ¿y tú? –dijo él.
–Bien –dijo ella–. ¿Quieres ver a la niña?
–No –dijo él–. Creo que ya te puedes ir.
Y entre ellos no hubo nada más, y a su alrededor, todo lo demás.


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