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"Se paró de puntitas frente al vagón del metro, escuchando atento la letanía dulce de anuncios que se sucedían con las estaciones. Del sur al norte viajaban los que iban a la ciudad asequible, a vivir la parte de su vida sin salario. En medio del mundo estaba un relicario nuevo de ladrillo y tablaroca, al sur los cañones de oficinas, los lechos secos de ríos de gente y coches, la tristeza de rocas cristalinas abandonadas por sus moradores diurnos."
Estoy curándome de Nueva York, de Atlanta, de San Francisco, de los Estados Unidos. Pocas cosas fueron tan difíciles como vivir en el desarraigo y tratar de escribirlo hurgando en la herida con la lente de aumento. Al negar que vivía en el exilio (pues era un exilio autoimpuesto), pasé por las ciudades desde lejos, detrás de una barrera dura y palpable.
Escribí un libro titulado "El deshielo", una serie de apuntes sobre los encuentros y vaivenes de la relación entre los Estados Unidos y México, que acabó siendo, sin yo saberlo, un libro sobre el desarraigo, sobre el exilio, sobre la invención del sentido.
Ahora que vine a NYC estrictamente de vacaciones (no a escribir, no a reordenar la realidad) la ciudad me es indiferente, anónima y amistosa. Gozo con pequeños detalles que solían estresarme y no me preocupa el lugar que ocupa mi efigie virtual en el orden de este mundo gigantesco, caótico, ajeno, que finalmente, con una sonrisa, ignora mi presencia.
Foto del metro
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