La televisión estaba encendida. Amelia abrió los ojos, pesados y turbios, y se sintió abrumada por la luz de la pantalla, el ruido de las risas grabadas y el olor a colillas apagadas. Tenía los brazos entumidos por la posición en la que se quedó dormida y un intenso dolor en la parte baja de la espalda.
Trató de levantarse, pero se tambaleó y cayó de nuevo en el sofá. Cuando logró espabilarse y se incorporó, sintió el dolor que subía por su cuello hasta la piel del cráneo.
Frente a ella, un hombre de mediana edad anunciaba las bondades saludables de una máquina para hacer jugos de frutas y legumbres con todo y cáscara. La tele había sido siempre su refugio, un lugar donde contemplar vidas ajenas teñidas con colores vivos. El martes era el día de RuPaul’s Drag Race, un concurso de travestis que la transportaba a un mundo distante de fantasía y bromas sarcásticas pero inofensivas.
Le gustaba RuPaul y le divertía el efecto que el maquillaje, la ropa y la actitud podían lograr en el grupo que concursaba por ser The Next Drag Superstar. Los participantes usaban estrategias para vencer a los demás con sus tacones, vestidos, pelucas y gags, pero sobre todo con la idea que trataban de crear de sí mismos para las cámaras. Su drag queen favorita era Ongina, un chico asiático pequeño y dulce que usaba sombreros estrafalarios sobre su cabeza rapada.
Cada semana había un reto diferente, y esa semana había sido actuar en un comercial de la marca de maquillaje Viva Glam, que usaba la conciencia en la lucha contra el Sida como estrategia publicitaria. Nina Flowers, con su personaje de latina jacarandosa, y la voluptuosa diva africana Bibi Sahara Benet le hacían la vida difícil a Ongina, que salió airosa con su actitud de siempre, alegre y despreocupada. Cuando los jueces terminaron de ver su comercial, lleno de globos, risas y colores y RuPaul le anunció que era la ganadora, Ongina cayó de rodillas y rompió en llanto. “Ganar este reto tiene un significado especial para mí. Quiero decirles algo que no le he dicho a casi nadie, ni siquiera a mi familia. Llevo tres años de ser seropositivo, y hacer este comercial…”
A Amelia se le revolvió el estómago y no oyó nada más. VIH resonaba en sus oídos como una extraña tonada, una canción de Diamanda Galas en un concierto de Miley Cirus. VIH, un tiovivo de caballos disecados en una feria de pueblo. VIH, la serie aburrida de noches consolando a un hombre que de pronto no sabía si quería estar con ella porque la quería o porque la había obligado a ser su mejor amiga. VIH y su madre vieja sin seguro médico. Nunca se había hecho el test. ¿Para qué? ¿Qué iba a cambiar en su vida si lo sabía? Eran solo tres letras en el lugar y el momento menos oportunos. Se hizo una quesadilla, cambió de canal y se recostó en el sofá.
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