jueves, 16 de septiembre de 2010

Costumbres del ojo 9 ┇ El milagro de llegar y mantenerse


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El 27 de agosto cené en un restaurante blanco con sillas transparentes de Philippe Starck y un candil recamado de cristales sin luz. Era la primera vez que visitaba Falai, un restaurante italiano del Lower East Side y temí haber pedido demasiada comida: polenta con hígado de pollo, agnolotti de espinacas rellenas de ricotta, costillas y muslos de conejo con zanahorias y salsa de frambuesa y un raviolo de plátano acompañado con caviar de coco y lichi y “aire” de piña, llamado concretamente “Elementi”. Los platillos eran tan etéreos como la decoración, suculentos pero diminutos.

Era la penúltima parada de un largo festejo de cumpleaños, el penúltimo día de mi primer viaje de vacaciones a la ciudad de Nueva York, la primera vez que me convertí en uno más de los 47,5 millones de turistas que visitamos este año la ciudad más importante de los Estados Unidos.

Al salir caminamos por la calle Delancey hasta la calle Allen, y bajamos por ella hasta el East River, en la zona fronteriza entre un barrio chino que no deja de extenderse y una de las pocas zonas populares del sur de Manhattan, en donde todavía hay algunos “tenements” (edificios poblados por inmigrantes en donde el hacinamiento y la pobreza son la norma) y edificios de renta controlada de corte lecorbuseriano que se construyeron en los años de la posguerra, entre 1945 y 1965. La mayoría de las zonas de Manhattan son inalcanzablemente caras: en el East Village, la parte norte del Lower East Side que cambió de nombre para quitarle justamente el estigma de la pobreza de los inmigrantes, el precio promedio de un departamento era en 2008 de 828,144 USD.

Pero el objetivo de la caminata no era el mero paseo: íbamos a ver una pieza de danza-instalación de la coreógrafa canadiense afincada en Brooklyn Noemi Lafrance, titulada “Melt”, en el depósito de sal debajo del puente de Manhattan. Colgadas del muro, ocho sillas sostenían en el aire a sendas bailarinas vestidas con trajes de cera y lanolina a medio derretir. Un efecto excelso. La música y la iluminación hacían sinergia con el ruido del metro y los autos pasando sobre el puente y junto al río, “progressing in euphoria and exhaustion as if approaching the sun, melting until their souls escape their ephemeral bodies and disintegrate into light”.

La crítica del New York Times fue sin embargo despiadada: si bien la obra puede guiarnos a referencias tan evocativas como los mitos de Ícaro o Prometeo, el impacto de la belleza y el ingenio de la pieza se agotan en minutos y no queda sino preguntarse qué le tomó a la coreógrafa siete años de preparación para volverla una pieza más grande y larga.

Esta es la pregunta latente en las calles en transformación constante de Manhattan: ¿cuánto durará el verano del éxito, la vigencia de las oportunidades? Otro artículo reciente de la revista The Economist citaba al economista Robert Lucas diciendo que la aglomeración de talento es el motor de la economía. Eso explicaría las altísimas rentas de Manhattan, una ciudad que reúne a la crema del mundo. Esta aglomeración se explica por el número de oportunidades que se ofrecen: no es difícil llegar a Nueva York, presentarse en un foro, obtener apoyos para montar una obra. Lo difícil es tener el éxito constante y suficiente para poder mantener el ritmo de trabajo y un nivel de vida decoroso. Existe el "mes de Aullido", en el que cualquiera puede llegar y ponerse a recitar un fragmento del poema de Ginsberg. Sin embargo, Allen Ginsberg vivió en en el East Village en un departamentito minúsculo ubicado en un piso alto sin elevador. Annie Leibovitz, que llegó a ser considerada la fotógrafa mejor pagada del mundo, estuvo al borde de la quiebra y de perder los derechos de su obra producida y por producir.

Tal vez es por eso que la gente viene y va constantemente, o se pierde en el intento. la contraparte del éxito, es, obviamente, la deserción, la renuncia. El número de oportunidades abiertas parece casi directamente proporcional al número de fracasos finales. “Vita brevis” parece un buen lema para los habitantes creativos de Nueva York. Pero la esperanza es prima de la indolencia y sus versos favoritos son estos de John Donne:

“Ten más modestia, Muerte, aunque se te haya
erróneamente dicho poderosa
y temible; pues esos que has borrado
no mueren, pobre Muerte, incapaz hasta
de aniquilarme a mí”.

Por lo pronto, yo ya hice un libro en y sobre Nueva York: “El deshielo”; una apuesta todavía en el aire que tal vez me lleve de regreso a la corona de rascacielos, al código postal mágico donde los ingresos promedio superan los 100 mil dólares y los habitantes tiene en promedio la edad de Cristo al morir en la cruz, o me destierre inexorablemente del éxito.

Foto original de Nayar Rivera

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