sábado, 26 de febrero de 2011

De valientes y glotones están llenos los panteones


Me encuentro ahíto pero insatisfecho, pues el tema de hoy es la gastronomía, y justamente con ella tengo una relación de familia disfuncional. La quiero, me encanta, pero me causa inmensos y misteriosos conflictos. Durante un tiempo pergeñé en un periódico una serie de textos que aparentemente tenían que ver con la gastronomía pero que en realidad eran intentos vanos por explorar un tema sobre el que no creía saber absolutamente nada, y que me sentía obligado a escribir para mantenerme a flote.

El único asidero que se me ocurrió en aquel entonces era la literatura, pues pensaba que lo pantagruélico tenía que ver directamente con la gastronomía. La verdad es que no recuerdo mucho de los textos de Rabelais, y lo poco que recuerdo está relacionado más bien con los procesos digestivos en general, que a lo mejor eran (y a lo mejor esto era un invento mío) una metáfora de la vida vista como una serie de procesos pesados, enormes, un mundo de borborigmos y borbotones, en que el conocimiento, el disfrute y la abundancia se daban en dimensiones exageradas, sobrehumanas.

Tal vez la relación que hacía entre una cosa y la otra provenía de Obélix, un personaje francés de tira cómica adorado por mi familia, para la que era bien visto que un niño de diez años fuera a comer al Sep’s de Tamaulipas y pidiera un chamorro para devorarlo exactamente como un galo salvaje, entre risotadas, mordiscones y tarascadas, zampando como guarnición abundantes rebanadas de pan con mantequilla…

No puedo decir que no me gustaran esos atracones, que tomaban formas variadas según el contexto y la ocasión: en casa de la mejor amiga de mi madre había siempre comida polaca, rusa, griega, china, siempre deliciosa y siempre copiosa, regada con vinos y licores varios, y coronada por pastelitos de la pastelería Suiza.

En mi casa abarcábamos todo el espectro de la glotonería y la gourmandise. Si no eran dos litros de leche bebidos como si fueran los últimos del mundo, o comida comprada en la cocina económica de a la vuelta, o menús de la cafetería de la tienda departamental París Londres, era pan negro con mantequilla y caviar negro o rojo, o arenques en salmuera, o simplemente t-bones o chuletones con ensalada, pavo rostizado, jamón holandés, salchichón de lengua de jabalí en sangre de la Naval, panecillos de especias de la tienda alemana de atrás de la embajada rusa, atracones en el Vienés de Cuernavaca (y pensar que todos criticábamos a mi hermano mediano porque siempre pedía enchiladas suizas), atracones de pastelitos de Gino’s, atracones de chutney de la Casona del Elefante, atracones de sopa de hongos y tacos de lengua de La Lechuza, atracones de pozole de Doña Licha, atracones de pescado recién pescado a las brasas hecho sobre una fogata en las playas de Nayarit…

No es de extrañar que el top five de la cultura cinematográfica familiar incluya cintas como El festin de Babette y Comer beber y amar. Mi propios gustos me llevaron a Delicatessen, El cocinero el ladrón su esposa y su amante o El perfume de la papaya verde. Aunque tal vez mi favorita de todos los tiempos (aunque confieso que lloré con El festín de Babette) sea Tampopo, una comedia japonesa de 1985 vistosa, inteligente, sensual y obsesiva, pero ante todo divertidísima, dirigida por Juzo Itami, un director japonés del que confieso que nunca volví a saber nada hasta que hace unos segundos lo busqué en internet y supe que hizo diez películas como actor y diez como director y guionista, y que su muerte, aparentemente un suicidio, no está clara, pues se sospecha de una secta religiosa a la que ridiculizó en una de sus películas.

Pero un buen día fuimos a uno de los restaurantes chinos de Tacubaya, que sirven la comida no por platos, sino por carretas, y me harté de hartarme. La comida, concluí, vale la pena por el sabor, no por la superabundancia. A veces me cuesta recordarlo (me cuesta tanto que tengo que bajar por lo menos unos buenos diez kilos), y hay platillos que todavía me atraen por su belleza, su aroma, o incluso por su originalidad relativa (es decir, me gusta probar cosas que no he comido nunca). Pero en muchos casos prefiero la idea de la comida a la comida misma, y definitivamente prefiero tener mucho tiempo por delante para probar todas las delicias del mundo que grandes atracones seguidos de dietas medicadas…

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